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Opiniones versadas y doctos estudios de eminentes españoles sobre la eximia figura de Miguel de Cervantes Saavedra y su magna obra, recopilados en la edición conmemorativa de Don Quijote de la Mancha para el IV Centenario del nacimiento de Cervantes, por el periodista, investigador literario y lingüista Luis Astrana Marín.

El caballero y el escudero

En Don Quijote se nos representa un valiente maniático, que pareciéndole muchas cosas de las que ve semejantes a las que leyó, sigue los engaños de su imaginación y acomete empresas, en su opinión, hazañosas, en la de los demás disparatadas, cuales son las que los antiguos libros caballerescos refieren de sus héroes imaginarios, para cuya imitación bien se echa de ver cuánta erudición caballeresca era necesaria en un autor que a cada paso había de aludir a los hechos de aquella innumerable caterva de caballeros andantes. La lectura de Cervantes en este género de historias fabulosas fue sin igual, como lo manifiesta en muchísimas partes.

    Fuera de sus manías, habla Don Quijote como hombre cuerdo, y son sus discursos muy conformes a razón. Son muy dignos de leerse los que hizo sobre el Siglo de Oro, o primera edad del mundo, poéticamente descrita; sobre la manera de vivir de los estudiantes y soldados; sobre las distinciones que hay de caballeros y linajes; sobre el uso de la poesía; y las dos instrucciones, una política y otra económica, las cuales dio a Sancho Panza cuando iba a ser gobernador de la Ínsula Barataria, son de tal juicio y hondura que se pueden dar a los gobernadores verdaderos y ciertamente deben ponerlas en práctica.

    En Sancho Panza se representa la simplicidad del vulgo, que aunque conozca los errores, ciegamente los sigue. Pero para que la simplicidad de Sancho no sea enfadosa a los lectores, la hace Cervantes naturalmente graciosa. Nadie definió mejor a Sancho Panza que su amo Don Quijote, cuando hablando con una duquesa, dijo: «Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso que yo tengo.»

Gregorio Mayáns y Siscar, (erudito, humanista, historiador y lingüista). Obra: Vida de Miguel de Cervantes Saavedra. Londres, 1737.

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Variedad y riqueza de lances

Cuatro venteros aparecen en nuestra novela: es muy de notar cómo los diferencia Cervantes. El hijo de Sanlúcar, burlón y desprendido, complace a Don Quijote, le defiende de los arrieros y le perdona el gasto; interesado y vengativo, Palomeque el Zurdo reclama el pago de lo que se le debe, se queda con las alforjas de Sancho y hace causa con los cuadrilleros contra Don Quijote, después de haber apaciguado el buen caballero a los huéspedes que maltrataban al hospedador atrevido.

    El de la venta de los títeres, hombre de carácter sencillo, admira la generosidad del ingenioso hidalgo en medio de sus desaciertos; vano y pegadizo el de la otra venta, en el camino de Zaragoza, pondera la provisión de su casa, donde no hay más que una olla que servir, de la cual participa. Así se diferencia el cabrero amante de Leandra de los compañeros de Grisóstomo y del que pastoreaba su rebaño en Sierra Morena; así el despechado basilio, de Camacho, el espléndido; así el Canónigo del cura, y el barbero Nicolás de su necio cofrade; así el caballero del Verde Gabán descuella entre todos, porque es en efecto la figura más noble de la varia galería que en el Quijote nos presenta Cervantes.

    La misma riqueza y variedad ofrece en los lances: muchos, demasiados parecen a ciertos críticos los que se amontonan en la venta cercana a la sierra; yo diré, con Cervantes, que lo bueno jamás se hace mucho.

    La grave lectura del Curioso impertinente se interrumpe con la catástrofe de los cueros de vino, precursora de la catástrofe de Anselmo, de su esposa y su amigo: a la relación del cautivo Rui Pérez, de novedad grandísima; a la dulce historia del Mocito de mulas, suceden el pleito de la albarda y la riña con los cuadrilleros. Aquí hallamos una descripción halagüeña, un diálogo delicioso allí, después un razonamiento elocuente; de sorpresa, con la risa en los labios a cada momento, con inquietud y con lástima no pocas veces, acompañamos a nuestro aventurero desde que le ciñen la espada, una jornada de su pueblo, hasta que le vencen en la playa de Barcelona; y llegándonos más a él en sus postrimeros instantes, riegan nuestras lágrimas el lecho en que espira (entiéndase expira).

Juan Eugenio Hartzenbusch, (literato, filólogo y crítico). Obra: Prólogo al Quijote. Edición de Argamasilla de Alba, 1863.

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Carácter verdadero del Quijote

De censurar Cervantes en el Quijote un género de literatura falso y anacrónico, no se sigue que tratase de censurar ni que censuró y puso en ridículo las ideas caballerescas, el honor, la lealtad, la fidelidad y la castidad en los amores y otras virtudes que constituían el ideal del caballero, y que siempre son y serán estimadas, reverenciadas y queridas de los nobles espíritus como el suyo. No hay, en mi sentir, acusación más injusta que la de aquellos que tal delito imputan a Cervantes.

    Don Quijote, burlado, apaleado, objeto de mofa por los duques y los ganapanes, atormentado en lo más sensible y puro de su alma por la desenvuelta Altisidora, y hasta pisoteado por animales inmundos, es una figura más bella y más simpática que todas las demás de su historia. Para el alma noble que la lea, Don Quijote, más que objeto de escarnio, lo es de amor y de compasión respetuosa. Su locura tiene más de sublime que de ridículo. No sólo cuando no le tocan en su monomanía es Don Quijote discreto, elevado en sus sentimientos y moralmente hermoso, sino que lo es aun en los arranques de su mayor locura.

    ¿Dónde hay palabras más sentidas, más propias de un héroe, más noblemente melancólicas que las que dice al caballero de la Blanca Luna, cuando éste le vence y quiere hacerlo confesar que Dulcinea del Toboso no es la más hermosa mujer del mundo? «Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo: Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad; aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra». Ni del caballero que estas palabras dice, ni de los sentimientos que estas palabras expresan, pudo en manera alguna burlarse Cervantes.

    Cervantes era un gran observador y conocedor del corazón humano. Sin duda, cuanto había visto en su vida militar, en su cautiverio y en sus largas peregrinaciones, y las personas de toda laya con quienes había tratado, le dieron ocasión y tipos para inventar y formar unos personajes tan verdaderos como los del Quijote; pero hay una enorme distancia de creer esto a creer que todo es alusión en dicho libro, y a devanarse los sesos para averiguar a quién alude Cervantes en cada aventura, y contra quién dispara los dardos de su sátira. Si él hubiera tenido la incesante comezón de injuriar a sujetos determinados, lo hubiera hecho de otra suerte y no trocando una creación poética de subidísimo precio en un ridículo y perpetuo acertijo.

    El comentario filosófico es el que resueltamente no puedo aprobar, si por él se trata de persuadirnos de que un libro tan claro, en el que nada hay para dificultar y que hasta los niños entienden, encierra una doctrina esotérica, un logogrifo preñado de sabiduría».

Juan Valera, (literato y diplomático). Obra: Discurso académico. Madrid, 1864. 

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Génesis del Quijote

La obra de Cervantes no fue de antítesis ni de seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento. No vino a matar un ideal, sino a transfigurarlo y enaltecerlo. Cuanto había de poético, noble y hermoso en la caballería, se incorporó en la obra nueva con más alto sentido. Lo que había de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante la clásica serenidad y la benévola ironía del más sano y equilibrado de los ingenios del Renacimiento.

    Fue de este modo el Quijote el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que concentró en un foco luminoso la materia poética difusa, a la vez que, elevando los casos de la vida familiar a la dignidad de la epopeya, dio el primero y no superado modelo de la novela realista moderna.

    Los medios que empleó Cervantes para realizar esta obra maestra del ingenio humano fueron de admirable y sublime sencillez. El motivo ocasional, el punto de partida de la concepción primera, pudo ser una anécdota corriente. La afición a los libros de caballerías se había manifestado en algunos lectores con verdaderos rasgos de alucinación y aun de locura. […] Si en estos casos de alucinación puede verse el germen de la locura de Don Quijote, mientras no pasó de los límites del ensueño ni se mostró fuera de la vida sedentaria, con ellos pudo combinarse otro caso de la locura activa y furiosa que don Luis Zapata cuenta en su Miscelánea como acaecido en su tiempo, es decir, antes de 1599, en que pasó de esta vida. Un caballero, muy manso, muy cuerdo y muy honrado, sale furioso de la Corte sin ninguna causa, y comienza a hacer las locuras de Orlando: «arroja por ahí sus vestidos, queda en cueros, mató a un asno a cuchilladas, y andaba con un bastón tras los labradores a palos». Todos estos hechos, o alguno de ellos, combinados con el recuerdo literario de la locura de Orlando, que Don Quijote se propuso imitar juntamente con la penitencia de Amadís en Sierra Morena, pudieron ser la chispa que encendió esta inmortal hoguera.

Marcelino Menéndez y Pelayo, (erudito, docente, historiador y bibliófilo). Obra: Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote. Discurso en la Universidad Central, Madrid, 1905.

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Psicología del Quijote y el Quijotismo

Más de una vez me he preguntado: ¿por qué Cervantes no hizo cuerdo a su héroe? La defensa briosa y elocuente del realismo en la esfera del arte, no exigía necesariamente la insania del caballero del ideal Convengamos, empero, en que un Quijote meramente filántropo, aunque apasionado y vehemente, no habría abandonado de buen grado la blandura y regalos de la vida burguesa para lanzarse a las arriesgadas y temerarias aventuras. Y aun dado caso que la codicia de gloria y el ansia de justicia fueran poderosas a sacarle de sus casillas, llevándole a militar denodadamente contra el egoísmo y la perfidia del mundo, ¿habrían dado pie sus gestas, en tanto que materia de labor artística, para forjar los épicos, maravillosos y sorprendentes episodios que todos admiramos en el libro inmortal y que tan alto hablan del soberano ingenio y vena creadora del príncipe de nuestros prosistas?

    Sin duda, a causa de esta obligada anormalidad mental de Don Quijote, que le llevaba a provocar las más descomunales e imposibles aventuras, el tono general de la novela es de honda melancolía y desconsolador pesimismo. En vano el lector, emocionado, pretende serenarse haciéndose cuentas de que Cervantes no personificó en el Caballero de la Triste Figura sino las desvariadas, inconsistentes e inverosímiles composiciones caballerescas. Arrastrados, a nuestro pesar, por la tendencia generalizadora de la razón, nos asalta el temor de que el anatema que en la obra de Cervantes pesa sobre el arte romántico, se extienda a dominios ajenos al designio del soberano artista. Y nos preguntamos, con inquietud en el alma y lágrimas en los ojos; ¿Cómo? ¿Estarán también condenados a perecer irremisiblemente todos los altos idealismos de la ciencia, de la filosofía y de la política? ¿Reservado queda no más a la demencia afrontar los grandes heroísmos y las magnas empresas humanitarias?

    Y esta emoción melancólica y deprimente llega a la agudeza de ver cómo, a la hora de la muerte, el loco sublime convertido ya en Alonso Quijano el Bueno, recobra bruscamente la razón para proclamar la triste y enervadora doctrina de la resignación ante las inquietudes del mundo. En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, nos dice con voz desfallecida, en que parecen vibrar estertores de agonía. ¡Arranque de infinita disolución, que nos anuncia cómo el paraíso de paz y de ventura y la ensoñada edad de oro que la humanidad anhela para el presente o para no muy alejado porvenir, representa un remotísimo pasado que ya no volverá!… Necio fuera desconocer que, no obstante la nota general, hondamente poética, campea y retoza en la epopeya cervantina un humorismo sano y de buena ley.  ¿Qué otra cosa representa el donairoso y regocijador tipo de Sancho sino el artístico contrapeso emocional del quejumbroso y asendereado Caballero de la Triste Figura?

    Reflejo fiel de la vida sucédense en la inmortal novela, como en el cinematógrafo de la conciencia humana, estas dos emociones antípodas y alternantes: el placer y el dolor. Pero, al modo de esos frutos de dulce corteza y amargo hueso, en la creación cervantina la acritud es interna y el dulzor externo. Cierto que hay peripecias y coloquios de una vis cómica incomparable; mas, a despecho de la intención piadosa del autor, bajo la ingenua y blanca careta del gracioso, corren calladas las lágrimas, cual silencioso arroyuelo que bajo la soleada nieve se desliza.

    ¿Cómo se forjó, allá en la caldeada imaginación cervantina, tan felicísimo y artístico contraste? ¿En virtud de qué condiciones psicológicas escritor tan sereno, quijotil y optimista puso en su obra ese dejo de tristeza y de amargo pesimismo? Cuestiones arduas y dificilísimas, para cuya solución fuera imprescindible conocer todos los repliegues y recovecos de la complicada mente de Miguel, amén de los choques, episodios e incidentes emocionales que la conmovieron y adoctrinaron durante los tristes años precursores de la genial concepción.

    Con todo esto, no faltan valiosos materiales que permitan, si no resolver el problema, formular al menos alguna posibilidad más o menos plausible. Estos datos, acarreados por los penetrantes análisis de nuestro primer crítico Menéndez Pelayo, por la diligencia y saber de Revilla y Valera, por la reciente labora, tan copiosa, artística y evocadora de Navarro Ledesma, por los atisbos felices de Unamuno, Salillas y otros muchos expertísimos y devotos cervantistas, nos enseñan que Cervantes, salvo el paréntesis realista durante el cual planeó y escribió el libro inmortal, fue siempre quijote incorregible en la acción y poeta romántico en el sentir y pensar.

    ¿Qué ocurrió, pues, para que el manco de Lepanto abandonara el culto de sus ideales artísticos? Fácil es adivinarlo, y, por otra parte, consignado está en no pocos estudios críticos.

    Nació y creció Cervantes con altas y nobilísimas ambiciones. Héroe en Lepanto, soñó con la gloria de los grandes caudillos; escritor sentimental y amatorio, ansió ceñir la corona del poeta; íntegro y diligente funcionario, aspiró a la prosperidad económica, o cuando menos al aurea mediocritas; enamorado de Esquivias, pensó convertir su vida en perdurable idilio. Mas el destino implacable trocó sus ilusiones en desengaños, y al doblar de la cumbre de la vida se vio olvidado, solitario, pobre, cautivo y deshonrado.

    Los grandes desencantos desimantan las voluntades mejor orientadas y deforman hasta los caracteres más enteros. Tal le ocurrió a Cervantes. De aquel caos tenebroso de la sevillana cárcel, donde se dieron cita para acabar de cincelar el genio cuantas lacerías, angustias y miserias atormentan y degradan a la criatura humana, surgieron un libro nuevo y un hombre renovado; el único capaz de escribir este libro.

    ¡Obra sin par amasada con lágrimas y carne del genio, donde se vació por entero un alma afligida y desencantada del vivir!

    Sus páginas son símbolo perfecto de la vida. Como en el corte de un bosque, abajo vemos las negruras del humus vegetal formado con detritus de ilusiones y despojos de esperanzas (propio alimento del genio literario); sobre la tierra, erguidos y mirando al cielo los robustos tallos de las ideas levantadas, de los propósitos nobles, de las aspiraciones sublimes; y arriba, bañadas en la atmósfera azul, las frondas del lenguaje natural, castizo y colorista, la delicada flor de la poesía y el acre fruto de la experiencia.

    Se ha dicho por muchos que la suprema creación cervantina es el más perfecto, el último, el insuperable libro de caballerías. Mas en juicio semejante, a primera vista paradójico, y en pugna con la finalidad confesada de la obra, y las explícitas declaraciones del mismo Cervantes, yo sólo acierto a ver la tácita afirmación de que la figura del protagonista está tan soberana, tan amorosamente sentida y dibujada, que por fuerza el autor debió de tener algo y aun mucho de Quijote. No salen de la pluma tan vivos y perfectos los retratos humanos si el pintor no se miró muchas veces al espejo y enfocó los escondrijos de la propia conciencia. Pero después de reconocer este parentesco espiritual entre Don Quijote y su autor, es forzoso convenir también en que en la incomparable novela, a vueltas de algún retornado a las antiguas caballerescas andanzas, campean y se exteriorizan con elocuentes acentos el desaliento del apasionado del ideal, el doloroso abandono de una ilusión tenazmente acariciada, el mea culpa un poco irónico quizá, del altruismo desengañado y vencido.

    Para conservar serena la mente y viva y plástica la fantasía, menester es que el poeta desgraciado evoque de cuando en cuando imágenes risueñas capaces de ocultar y engalanar el fondo tenebroso de la conciencia al modo como la irisada espuma disimula el oscuro e insondable piélago. Compensación emocional de este género, representa, en mi sentir, el humorismo de Sancho Panza. En tan felicísima encarnación de la serenidad y de la bondad de alma, halló Cide Hamete el sosiego y la fuerza indispensables para proseguir su labor creadora y descartar visiones sombrías y punzantes remembranzas.

    En las páginas de la imperecedera epopeya, Sancho Panza simboliza no sólo la estéril meseta del sentido común, el saber humilde del pueblo acuñado en refranes, el lastre, sin el cual el hinchado globo del ideal estallará en las nubes. Es algo más y mejor que eso. Con sus gracias, socarronerías y donaire, solazó el espíritu de Cervantes, haciéndole llevadera la carga abrumadora de angustias y desventuras. Por Sancho amó la vida y el trabajo, y pudo, tiempos adelante, y curado de enervadores pesimismos, retornar a los románticos amores de la juventud componiendo Persiles, verdadero libro de caballerías, y el Viaje del Parnaso, admirable y definitivo testamento literario. Sancho Panza, beleño suave de su sensibilidad sobreexcitada, salvó al genio, y con él su gloria y nuestra gloria.

    Más de una vez, deplorando la amargura que destilan las páginas del libro cervantino, he exclamado para mis adentros: ¡Ah! Si el infortunado soldado de Lepanto no hubiera devorado desdenes y persecuciones injustas; si no llorara toda una juventud perdida en triste y oscuro cautiverio; si, en fin, no hubiera escrito entre ayes, carcajadas y blasfemias de la hampa sevillana, en aquella infecta cárcel donde toda incomodidad tenía su asiento…, ¡cuán diferente, cuán vivificante y alentador Quijote hubiera compuesto! Acaso la novela imperecedera sería, no el poema de la resignación y de la esperanza sino el poema de la libertad y de la renovación. ¡Y quién sabe sí, en pos del Caballero de los Leones, otros Quijotes de carne y hueso, sugestionados por el héroe cervantino, no habrían combatido también en defensa de la justicia y del honor, convirtiéndose al fin la algarada de locos en gloriosa campaña de cuerdos, en apostolado regenerador, consagrado por los homenajes de la historia y el eterno amor de Dulcinea…, de esa mujer ideal, cuyo nombre, suave y acariciador, evoca en el alma la sagrada imagen de la patria!…

    Pero en seguida, al dar de esta suerte rienda a mi desvariada fantasía, atajábame una duda inquietante. ¿Estás bien seguro —me decía— de que en un ambiente sereno y tibio, exento de pesadumbres y miserias, se habría escrito el Quijote?

    Y de haber visto la luz en menos rigurosas condiciones de medio moral, ¿fuera, según es ahora, resumen y compendio de la vida humana, y visión histórica fidelísima, donde, simbolizadas en tipos universales y eternos, se agitan y claman todas las lacras, pobrezas, decadencias de la España vieja?

    ¡Quizá el privilegiado cerebro de Cervantes necesitó, para llegar al tono y hervor de la inspiración sublime, de la punzante espuela del dolor y del espectáculo desolador de la miseria!

    Hora es ya de decir algo del quijotismo. Cuando un genio literario acierta a forjar una personificación vigorosa, universal, rebosante de vida y de grandeza, y generadora de la esfera social de grandes corrientes del pensamiento, la figura del personaje fantásticos e agiganta, trasciende los límites de la fábula, invade la vida real y marca con sello especial e indeleble a todas las gentes de la raza o nacionalidad a que la estupenda criatura espiritual pertenece. Tal ha ocurrido con el héroe del libro de Cervantes.

    Muchos extranjeros y no pocos españoles, creyendo descubrir cierto aire de familia entre el citado protagonista y el ambiente moral en que fue concebido, no han reparado en adjudicarnos, sin más averiguaciones, el desdeñoso dictado de quijotes, calificando asimismo de quijotismos cuantas empresas y aspiraciones españolas no fueron coronadas por la fortuna. Complácense en pintarnos cual legendarios Caballeros de la Triste Figura, tenazmente enamorados de un pasado imposible, e incapaces de acomodación a la realidad y a sus útiles y salvadoras enseñanzas.

    No seré yo, ciertamente, quien niegue la complicidad que, en tristes reveses y decadencias, tuvieron la incultura, así como la devoción y apegamiento excesivos a la tradición moral e intelectual de la raza; pero séame permitido dudar que la ignorancia, el aturdimiento y la imprevisión constituyan la esencia y fondo del quijotismo. O esta palabra carece de toda significación ética precisa, o simboliza el culto ferviente a un alto ideal de conducta, la voluntad obstinadamente orientada hacia la luz y la felicidad de la humana colmena. Apóstoles abnegados de la paz y de la beatitud sociales, los verdaderos Quijotes siéntense abrasados por el amor a la justicia para cuyo triunfo sacrifican sin vacilar la propia existencia, cuanto más los apetitos y fruiciones de la sensibilidad. En todos sus actos y tendencias ponen la finalidad, no dentro de sí, en las bajas regiones del alma concupiscente, sino en el espíritu de la persona colectiva, de que se reconocen células humildes y generosas.

Santiago Ramón y Cajal, (médico histólogo, científico e investigador). Obra: Discurso pronunciado en el Colegio de Médicos. Madrid, 9 de mayo de 1905.

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